Hay películas que nacen para que las recordemos, con una magia que se respira por todas las esquinas. Ni ganan premios, ni son obras maestras. Pero ahí quedan retenidas en las retinas del espectador. Esta es una de ellas.
Es emotiva, romántica, de una delicadeza transparente. Contada con valentía pues podría haber traspasado varias barreras peligrosas (las de lo empalagoso, lo cursi o la pretenciosidad) y, sin embargo, nunca tropieza con ellas. Da igual que cuente una historia real (que lo fue, aunque aquí se haya hecho cine y, por lo tanto, se haya convertido en algo más mítico que real). Da igual que el viejo Hollywood pulule por sus entrañas y lo echemos de menos. Da igual. ¿Por qué? Porque dentro hay un director narrando con estilo (y jugándosela a cada rato con una estructura en la que los saltos temporales arriesgan con la intención de conseguir elegancia en lo narrado). Porque con un presupuesto reducido, se pueden lograr grandes cosas si el guion traspasa la inteligencia. Y porque dentro hay un grupo de actores superlativo. A la cabeza de ese grupo, están los protagonistas: un Jamie Bell que logra una composición de altura, plena de matices, de miradas y gestos minúsculos que aportan una profundidad que emocionan; y una Annette Bening estratosférica, de esas actrices que han madurado frente a la pantalla sin una sola operación de estética y sin perder un ápice de belleza, fragilidad y expresividad auténticas. Ambos subliman la química interpretativa y tienen escenas juntos que ponen la piel de gallina.
Sí. Es cine romántico. Pero es que dos actores reales (una consagrada Gloria Grahame ya en el declive de su carrera hollywoodiense; y un Peter Turner intentando abrirse paso en el mundo del cine), pese a su enorme diferencia de edad, se han cruzado el uno en la vida del otro y…lo que surgió fue esto que cuenta la película de Paul McGuigan de manera tan fina y pespunteada.
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