(EE.UU., 1944), de Otto Preminger
Pasan las décadas y el tiempo, tan sabio, se encarga (desde la perspectiva que le da la autoridad de la visión retrospectiva) de colocar en las vitrinas de las obras incomparables y del celuloide mayúsculo a una película que nació allá por 1944 como un hito cinematográfico, una joya del Hollywood clásico que llevaba en sus entrañas el signo de la inmortalidad.
Otto Preminger supo desde el principio que tenía un magnífico material en sus manos. Presentó un primer guion, basado en una novela de Vera Caspary, que no gustaba a los estudios. Esta circunstancia no le hizo arrinconar la idea y luchó encarecidamente hasta que Zanuck (uno de los jefes de la Twentieth Century-Fox) aprobó el proyecto, aunque con reticencias y pensando en un producto de “serie B”, a la vez que le negaba la dirección de la película al propio Preminger, que fue contratado sólo en calidad de productor. Al poco tiempo de comenzar el rodaje, Zanuck tuvo que rectificar y retiró al director elegido (Robert Mamoulian) por diferencias artísticas, permitiendo a Preminger que dirigiera la película. Fue una decisión muy acertada. Y el resultado de esa decisión: “Laura”, uno de esos pocos productos de estudio que se forja en las trastiendas de la “serie B” y que, gracias a un grupo de profesionales asombroso y al público inteligente que acude en masa a verla, se convierte en uno de los títulos imprescindibles de la historia inmortal del cine.
Pero, ¿qué tiene dentro “Laura” para mantener década tras década ese aura de película maravillosa e inolvidable y que la percepción de millones de espectadores, generación tras generación, identifica como cine exquisito? “Laura” tiene de todo.
Es cine de género: “cine negro” (o “série noire”, como diría Jacques Prévert, inventor de dicho término), aunque sea un film que se dedica a transgredir casi todas las características peculiares de ese género. Ni policías uniformados, ni políticos corrompidos, ni bandas mafiosas se pasean por los fotogramas de la película de Preminger; tampoco hay espacios urbanos protagonistas, ni una estética visual predominantemente “expresionista” o un alto contenido violento (salvo en la escena del desenlace). Sin embargo, “Laura” (nadie lo niega) es una película paradigmática del cine negro, aunque su atmósfera “negra” sólo se detecte más por lo que sugiere (es decir, “por lo ausente”) que por lo que muestra directamente.
“Laura” es, también, cine que habla de las grandes preocupaciones del ser humano: la muerte, el paso del tiempo, el amor, las obsesiones. Pero estas preocupaciones florecen anegadas por un delicioso clima de ambigüedad que empapa la película desde el principio hasta su conclusión. Es aquí donde el “cine negro” que hay dentro de “Laura” inicia una nueva inclinación: la de analizar los procesos psicológicos de los individuos por encima de las causas exteriores que los inclinan a efectuar actos delictivos. En este sentido, el film de Preminger es fascinante: los personajes turbios, confusos y tan oscuros que se pasean por la película atrapan en su butaca al espectador, que no puede evitar detenerse en las dobleces de sus actos o de sus palabras, y cuando este los “conoce” del todo (allí cuando la historia se ha terminado) llega a la conclusión de que ha visto varias películas en una. Porque “Laura” es, en definitiva, una historia que encierra muchas otras historias. O una película que toma un camino que se bifurca en muchos otros caminos cuando el espectador menos se lo espera. Pero todos ellos (que suponen diversas descomposiciones y algunos factores de rotura en el estilo de la trama) son interdependientes, se necesitan los unos a los otros, y dan unidad a un film que se divierte (¡y cómo!) jugando al escondite y al juego del “nada es lo que parece”.
Una obra de arte única e irrepetible.
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