Qué feliz es esta película y qué feliz me hace verla y después pensarla o contarle a alguien que debe ir a verla. El argumento es bien sencillo: chico conoce a chica y se enamora de ella y ella no, pero sí, pero no. Y corren mucho. Se pasan la película de un lado a otro. Dicho así, esto suena patético. Pues no. Esa es su gracia: que lo que tendría que haber sido patético, aquí es magia pura y sonrisas y acertadísimo cine bien hecho y disfrutable desde el minuto uno hasta el último. ¿Por qué? Porque esto lo dirige un tal Thomas Anderson, que es uno de los mejores directores de ahora mismo y lo viene demostrando película a película. Y nos regala la que posiblemente sea su obra más amable y con menos dobleces (igual no hay ninguna), algo que al director no parece preocuparle, sino todo lo contrario: nos concede aposta una película endiabladamente sencilla, cálida y colmada de humanidad.
Aquí dentro hay una despedida de la niñez (que no quiere decir que los personajes pierdan la inocencia, conste). Hay también una búsqueda de una veinteañera que se ahoga en perturbaciones existenciales. Y, por último, está el retrato de una época (1973) que no resulta nostálgico, sino cine puro, en esencia, cine adorable y con toneladas de reminiscencias mágicas que van desde la banda sonora, al vestuario, pasando por los tonos de una fotografía que nos lleva a cierto cine setentero inolvidable. El guion perfecto nos proporciona una prodigiosa exploración adolescente y posadolescente en la que el desenfado, las peripecias, los diálogos afinadísimos (y tan agudos) acaban proporcionando al espectador un retrato concreto que resulta un banquete de escenas inolvidables por divertidas y porque (esto es sublime) no se olvida de profundizar sin que apenas se le note. El tono sería como de screwball comedy, incluyendo una galería de personajes secundarios desternillantes. Lo paradójico y absurdo de la adolescencia queda magníficamente plasmado y esto es lo que dota a su supuesta ligereza de hondura y calado sobre la descripción de dos seres humanos en permanente indagación sobre el amor y sus virtudes, aunque en el camino se lleven unos cuantos tortazos. Pero qué tortazos más festivos y entretenidos, oigan.
La película es también mejor gracias a sus dos actores protagonistas. Ambos realizan su primera aparición en el cine y vaya dos interpretaciones nos regalan los asombrosos y admirables Hoffman y Haim, dos actores naturales y empáticos, nacidos para interpretar a estos personajes.
Cine, cine mayúsculo. Esto es lo que nos regala el inmenso talento de Thomas Anderson una vez más. Larga vida a sus películas paridas y a sus películas por llegar.
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