
“LOS LOBOS DEL BOSQUE DE LA ETERNIDAD”, de Karl Ove Knausgård
AÑO: 2021 (publicada en España ahora: 2025)
PÁGINAS: 924
GÉNERO: novela (noveloncio infinito)
Hay autores que entran en nuestras vidas lectoras para quedarse para siempre, que se hacen amigos nuestros imprescindibles, que nos regalan momentos, etapas, épocas (lectoras) excelsas, inabarcables por cuanto tienen de impacto en nosotros. Escritores que leemos con devoción, con ansia, con alegría, con (yo diría) una religiosidad inquebrantable y a los que somos capaces de perdonarles sus pequeños deslices cuando los tienen. Mi amigo Karl Ove (permítanme la cercanía, pero es que lo considero ya un amigo) ha parido otro noveloncio después de aquel otro enorme título que fue hace un par de años “LA ESTRELLA DE LA MAÑANA”, primer tomo del que al parecer va a ser un grupo de novelas interconectadas.
“LOS LOBOS DEL BOSQUE DE LA ETERNIDAD” es el segundo volumen traducido y publicado en España. Ya existen, que yo sepa, dos tomos más, sin traducir uno y otro que se publica en su país este mismo año. Si ya aluciné con el primer tomo, ahora con esta segunda entrega he derramado lágrimas de emoción constante. Sus 924 páginas me las he bebido en menos de una semana, absolutamente entregado a una lectura enormemente placentera, vastísima en significados, profunda en temas y tan adictiva como emotiva y alucinatoria. Mi amigo Karl Ove se ha empeñado en colocarlo TODO sobre la página, de ahí la morosidad con la que asistimos en esta ocasión a las vidas de dos personajes que acabarán entrecruzándose como si pertenecieran (y así es) a un culebrón familiar que no lo parece y que sin embargo. No, no es el culebrón el disfraz sobre el que se sostiene el argumento, qué va. Pero sirve como centralidad para hablar del ser humano, de la vida y de esas preguntas filosóficas o científicas que nos hacemos todos (algunos más conscientemente que otros) y, también, y esto es aún más gigante, para hablar de un posible apocalipsis o fin del mundo. Si en la primera entrega, ese apocalipsis se percibe desde el principio, aquí en la segunda ese apocalipsis aparece solo al final y de ahí la unión impepinable entre las dos novelas.
Las dos historias centrales de la “novela dos” (voy a llamarla así a partir de ahora para no repetir el título) tienen como protagonistas a un chico de 19 años y a una mujer de mediana edad (y, de paso, las familias de ambos). Pero la “novela dos” va a jugar, de forma magistral, con los tiempos en esas dos vidas, mixturando décadas, para, de alguna manera, contar vidas casi completas. Y lo más hermoso es cómo logra Karl Ove que el pasado y el presente (en momentos diferentes) queden anexionados de forma cautivadora y este juego sirve al lector para completar y comprender que la vida (las vidas de cada uno de nosotros) no son sino planos que se superponen para unirnos en paralelismos que en principio no tienen nada que ver, pero que luego todos son piezas que encajan de manera milagrosa y que suman y restan a partes iguales. Detrás de todo, la ausencia del padre como tema (y lema) casi fundamental. Y digo “casi” porque esta novela dos, como la uno, está repleta de subtemas, de argumentos, de fondos inagotables: es la vida y sus misterios la que estalla dentro de las páginas.
A diferencia de la novela uno, aquí son pocos los personajes centrales, aunque muy ricos (tremendamente sustanciosos) los secundarios. Es una novela “menos” colectiva, aunque suma dos vidas más a las ya retratadas en la novela uno. Y la diferencia también se percibe en que la “novela dos” toma caminos más profundos cuando, de manera casi ensayística (aunque con una naturalidad desbordante y asequible a entendimientos varios) se plantea preguntas sobre el origen del universo (lleven cuidado los lectores futuros de esta novela -yo la he leído sin estar avisado, así que agradézcanme la información-): esas preguntas estallan en la psique del lector y lo remueven y perturban hasta límites indescifrables que pueden comerle la cabeza para el resto de sus días. Pero es que así es la literatura de mi amigo Karl Ove: ese puñetazo estomacal que te sacude el intelecto, te toca los adentros oscuros -también los más clarividentes- para que te veas, como retrato directo, en los personajes, en las situaciones, en los planteamientos y, cómo no, en las preguntas esenciales que viven o se plantean los seres humanos que habitan en las páginas, porque dentro del libro uno se topa con aquello que esquiva consciente o inconscientemente. Y no te queda más remedio que sentir que encontrar las respuestas, o más bien bucear en el camino para encontrarlas, es lo único que nos queda para intentar alcanzar algún entendimiento. Y no olvidemos algo importante: Karl Ove vive y escribe en el presente distópico que protagonizamos y quizá sus libros no encuentren las respuestas, pero precisamente por su mera existencia, puede que en ellos se hallen las esencias y particularidades para, cuando menos, tener algunas refutaciones sobre nuestras contradicciones actuales.
Hay, no cabe duda, ambición desbordante en la empresa narrativa de Karl Ove. Pero hay también algo que a mí me conmueve (y remueve): es un escritor libre, y esa libertad gigante que esgrime se bifurca entre las páginas colocando en ellas temas que nos conciernen. Tengo la sensación, siempre que leo a mi amigo Karl Ove, de que bucea en la intención de captar la vida en toda su plenitud y de que este propósito -que se podría tachar de vanidoso- lo hace desde una humildad desbordante y enternecedora, y si no fijémonos en los personajes que habitan en las páginas: son todos seres corrientes, anónimos, vecinos de al lado…aprisionados en sus rutinas (descritas hasta la extenuación y de ahí el número de páginas que tienen sus tochos) y a los que conocemos en esa primera persona del singular que los relata como si un entrometido fisgador les tuviera puesta una pistola en la sien para obligarlos a desnudarse completa y rematadamente. Esa ambición no es sino una intención que debería importarnos a todos: mírense al espejo, carajo, parece que nos grita Karl Ove. Estos somos nosotros y en todos y cada uno de nosotros hay un fin del mundo particular. Y nos lo grita para que salgamos del ensimismamiento: solo hay que mirar a sus personajes para comprenderlos perdidos y, al mismo tiempo, tan llenos de vida, tan desarmados, tan sensibles como impotentes ante la verdadera pregunta: ¿qué carajos somos y por qué existimos?
La vida cotidiana estalla en cada página: vemos a los personajes siempre moviéndose entre nuestras costumbres: fuman, comen, trabajan, se duchan, follan o desean follar, discuten, se relacionan, cagan, beben, ven películas, escupen, lloran, gritan, se ríen, estudian, buscan trabajo, cotillean… El mundo retratado por Karl Ove es un mundo reconocible, tanto que aturde, molesta y enoja por lo que tiene de auténtico, de espejo y de perversa o siniestra realidad. Un lector entregado (yo lo soy) recibe zarpazos a diestro y siniestro. Pero los recibe con insinuación constante dada la maestría que tiene el escritor para escupirnos sobre nuestras uniformidades y nuestros consentimientos.
La novedad que percibo en esta novela dos es que Karl Ove (escritor gruñón donde los haya) ha decidido que la ternura se haga la reina de muchas páginas, pero, oigan, la ternura pasada por el filtro karloveiano: es decir, ternura perturbadora, con su dosis de suspense (no en plan policíaco, sino más trascendental: ternura metafísica). Y yo, que defiendo/resguardo/preservo (en la medida que puedo y los demás me dejan) la ternura en mi vida cotidiana, he encontrado en este noveloncio mucha ternura y, claro, me he derretido ante ella. Y, de paso, me he hecho amigo de los personajes, de todos ellos. Qué digo amigo, me he enamorado de ellos hasta las trancas. Menudos personajazos tiene esta novela: no sólo los protagonistas de las dos partes más largas, sino del hermano y la madre de uno de ellos y del padre y la amiga del otro. Hay tanta vida en ellos, tanto espejo con el que reestructurarme, que llega un momento que hasta me soporto mejor cuando me grito a mí mismo: “¿ves? No eres el único que siente y padece así como tú”. Y entonces, me congratulo con ese que veo al mirarme mientras me cepillo los dientes o me pongo los calzoncillos.
Igual que sentí con la novela uno, con esta novela dos (repito: noveloncio) vuelvo a apreciar que Karl Ove parece (no lo parece: ES) que nos insiste y solicita que pongamos conciencia en que en este mundo que habitamos (pero que no nos habita, conste) llevemos cuidado, porque corremos el riesgo (ahogados ante tanta virtualización) de que nos pasen desapercibidas, por ceguera continua y virtual también, las cosas importantes que nos atañen por muy extrañas que estas puedan resultar. Como, por ejemplo, que de pronto aparezca una estrella refulgente ante nosotros y, casualmente (o no), las personas dejen de morirse.
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