AÑO: 2022
PÁGINAS: 115
GÉNERO: novela
Que el pasado y los recuerdos nos atormentan muchas veces, lo sabemos. Que ese pasado no lo tenemos resuelto, sucede casi siempre y a todos. Que tenemos vivencias que nos agarrotan y nos anclan en los remordimientos, nos ocurre y no somos conscientes o buscamos refugios que los tapen. Nuestra memoria es siempre episódica y que lo sea significa que recordamos sólo algunos momentos y al mismo tiempo los revivimos y al hacerlo les imponemos nuestro presente y nuestra experiencia actual. En los recuerdos siempre hay huecos y el cerebro humano tiende a completarlos y esto significa que la información que perdemos por culpa del paso del tiempo, la rematamos con la experiencia, a veces incluso con la imaginación, como si nuestra cabeza los reformulara. El narrador de esta novela escribe en primera persona. Podría ser, yo no lo sé, pero todo apunta a ello, que este narrador use la metaficción y asistamos los lectores a un trozo de vida del propio autor, que rescata de su pasado una historia que necesitaba escribir para hacerla fiable, para creérsela y refutarla en el ahora. Así, la escritura surge como necesidad y exigencia, como respiración intimista, como lenitivo y, también, por qué no, como expiación en busca de un resarcimiento, de un perdón sobre unas circunstancias que todavía escuecen y perduran quemándonos en la conciencia.
Hay en esta novelita corta muchas cosas loables. A su prosa ciertamente poética, se une el retrato de una época (que suena muy bien a representación generacional, aunque también a fotografía nostálgica sobre lo que dejamos atrás sabiendo que ya nunca vuelve) y al leer los comportamientos de los personajes, brota un análisis certero y profundo de los laberintos o los embrollos humanos. Hay un narrador que necesita dos cosas: primero, comprender; después, indultarse. La infancia y primera adolescencia son cólera y rubor, bochorno y también ignominia, aunque detrás de todo ello esté la inocencia y la inexperiencia rotas. Crecer es equivocarse una y otra vez y el protagonista-niño recordado por el protagonista-adulto se siente culpable de algo que no pudo ni supo evitar. Ojalá pudiéramos borrar y empezar de nuevo, pero sabiendo, parece decir sin decir en cada página el narrador de la novela.
Esta novelita (y el diminutivo es por la corta extensión) es como una pieza de dulce sabroso y suculento en la que nostalgia, reminiscencias y reivindicación se dan la mano para hablar de temas como la amistad, el acoso, la pérdida de ligaduras con la naturaleza o la escritura como catarsis. Se lee fácil gracias a una prosa pulcramente limpia (esto requiere un enorme esfuerzo de concentración y poda, nada fácil de lograr y lo destaco como mérito), gracias a una trama con un misterio nada truquero y con mucho de nostalgia y necesidad de redención. Hay también dentro de los párrafos como un aliento lírico que mitiga las negruras y que dejan poso a literatura delicada y sutil, que se agranda más cuando uno la piensa después de haberla disfrutado. Una pequeña delicatessen, sin duda.
Posdata: no he hablado de Monfragüe, ese espacio natural protegido y consolidado como santuario para observar aves que en la novela funciona no sólo como reivindicación de la naturaleza, sino, y sobre todo, como arcadia, como locus amoenus al que el ser humano necesita regresar. Porque todos, de alguna forma, buscamos retornar a aquel lugar del que partimos una vez. Bella metáfora el título de esta novela.
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