El creador Ryan Murphy vuelve a dar en la diana con esta producción sobre el caníbal de Milwaukee. Es una miniserie cuidada hasta en el más mínimo detalle. La puesta en escena, morosa y rabiosamente calmada, permite a la cámara meterse en la mente del asesino y, de paso, nos regala una escalofriante radiografía de un país (EE.UU.) capaz de crear monstruos como este y de dejarlos actuar por la inoperancia, la desidia o desgana de los que miran para otro lado siempre.
Hay un equilibro estupendo entre lo morboso, truculento o desagradable y el respeto hacia las víctimas. Pese a que la propuesta no escatima en los detalles, nunca se extralimita. Y los guiones juegan a la perfección con los tiempos para explicar (o tratarlo, al menos) quién era esa persona perturbada que acabó cometiendo 17 crímenes espeluznantes. Aunque se caiga en los clichés (padres desequilibrados, madre embarazada adicta a los fármacos, familia desestructurada, ambientes sórdidos, rechazo social desde niño), el ritmo narrativo de la serie logra algo prodigioso: la sinfonía y cadencia templada (y, a veces, casi quieta) parece la perfecta metáfora de la mente de ese personaje. Ese compás rítmico, pautado y siempre desasosegante, crea no sólo atmósfera, sino que logra, además, ser radiografía de un cerebro enfermo. Esto crea en el espectador un desasosiego a veces insoportable y que incomoda en el mejor de los sentidos, pues la serie consigue turbar y produce mucha incomodidad. La suma de elementos del pasado nos modelan al hombre siniestro y dan cuenta de las circunstancias sociales que le permitieron actuar como lo hizo sin que nadie hiciera nada para remediarlo, pese a las sospechas y los datos que había recogidos sobre su pasado. Lo que más cabrea (y la serie hace magia a la hora de especular con esto) es la pregunta: ¿cómo es posible que ese tipo no fuera encerrado antes con todos los datos y circunstancias que había?
Que América es lo que es, lo sabemos. Para bien y para mal. Y Ryan Murphy sabe de esto mucho. Nos regala una serie detallada y abarrotada de tonalidades y matices. No escatima a la hora de dejar a su país por los suelos, tanto en inoperancia policial, como institucional o social. Por los capítulos van desfilando una serie de personajes patéticos y monstruosamente risibles, pero que asustan tanto como producen sonrojo y comicidad. El retrato de ese país racista y homófobo queda espléndidamente plasmado. Además, la serie da voz a las familias de las víctimas e incluso en un capítulo (el seis) el punto de vista es el de la víctima (el personaje del chico sordo): este capítulo es una auténtica delicia porque lo inhumano queda humanizado con espantosa veracidad y explica aún mejor la mente del asesino. De esta manera, la sociedad o el entorno del asesino son también culpables (además de la psicopatía del personaje) y esto la serie lo deja muy claro, lo que no quiere decir que los guiones justifiquen al asesino, ni mucho menos.
La serie cuenta, por si fuera poco, con una actuación estelar y prodigiosa del protagonista: Evan Peters. Sin él, la serie no sería lo mismo, ni sería tan turbadora o no daría tanto miedo como da.
A esta serie sobresaliente le pongo dos peros: los capítulos de una hora de duración (con 45 por cada uno todo sería mejor y quizá menos repetitivo) y el final, que se alarga demasiado en esas dos variantes que nos narran. Pero, por lo demás, “DAHMER” es un true crime apasionante, bien escrito y mejor dirigido.
Ufff, no sé si seré capaz de verla, pero me gustaría. Creo que lo intentaré...