Si Albert Camus decía que la vida es absurda, pero que había que esforzarse para mejorarla, esta película del director neoyorquino es una perfecta muestra de eso que afirmaba el escritor francés. Añadamos el homenaje al cine de Bergman (“FRESAS SALVAJES”, aquí sobre todo) y el tema de la infelicidad como gran protagonista del argumento y tenemos como resultado “OTRA MUJER”, una de esas películas aparentemente pequeñitas de Allen (dura 72 escasos minutos y uno como espectador hubiera deseado muchos más) que trascienden el tiempo y crecen en prestigio e importancia con cada nuevo visionado, aunque sea una de las menos conocidas de este director. No sé las veces que la he visto (seis o siete, mínimo), pero cada vez me gusta más y le encuentro más significados.
A lo largo de la historia, el arte se ha servido del propio arte para reinterpretarse. Allen no ha negado nunca su admiración por el cine de Bergman y “OTRA MUJER” es un clarísimo ejemplo de cómo un artista se sirve de otro artista para modular o enunciar sus particulares disertaciones.
Woody Allen nos regala una película valiente, fuera de norma, exquisitamente rodada y sofisticadísima en logros. No sólo en su aspecto visual (qué maravillosa fotografía de Sven Nykvist -que en tantas películas trabajó con Bergman, por cierto, y no es casualidad esto tampoco; más bien toda una declaración de intenciones por parte de Allen-), sino también en su armazón argumental y temático. La premisa de partida es sencilla (y curiosa): una mujer alquila un apartamento-estudio para poder estar sola mientras escribe un libro y dentro de él comienza a escuchar las sesiones de un psicoanalista con sus pacientes. A partir de esta circunstancia, a esa mujer (la “otra” del título) comenzará a tambaleársele su vida que parecía tan lograda y feliz. La película muestra la fragilidad de la vida. Y desnuda con mucha inteligencia al ser humano que tapa inconscientemente sus emociones y dibuja un periplo vital basado en el autoengaño que da como resultado más evidente el vacío existencial.
Es una película introspectiva, muy reflexiva. Convierte al espectador, junto a su protagonista, en un voyeur incurable que se nutre de esta historia para retroalimentar esa patología que todos tenemos y no reconocemos: mirar la vida de los otros en lugar de fijarnos en la nuestra. El guion es un juego narrativo riquísimo que mantiene una abrasadora conexión coherente con todo el cine de este director. Es maravilloso y muy traslúcido el recorrido descrito de la protagonista, una mujer que va a desenmascararse a sí misma buceando en su conciencia y que la llevará a investigar otra manera de intentar ser dichosa. Allen siempre ha sido un maestro en esto de examinar las relaciones afectivas y el sentido de la vida.
La película se hace aún más inmensa gracias a su elenco (reducido, pero muy eficaz) y tiene dentro a la colosal y extraordinaria Gena Rowlands, que en la cima de su espléndida madurez (qué belleza ha sido siempre esta mujer), nos regala una interpretación prodigiosamente medida y profunda, repleta de dificilísimos primeros planos que narran con sólo la expresión de su mirada todo el tormento interior de un ser humano embarullado y en busca de su legítimo lugar en el mundo.
Obra maestra indiscutible. Una de mis favoritas de mi amigo Woody.
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