(Francia, 2018)
Brutal, explícito y directo retrato de la realidad en el día a día de un chapero de 22 años. Hay valentía y mucho arrojo en la plasmación de un lenguaje visual que no escatima en exponer directamente esas contradicciones tan humanas que gastamos todos y las circunstancias que soportan quienes se dedican a esto. La cámara no juzga, prefiere mostrar y que nuestros ojos de espectadores pongan conciencia. La película es, pese a su crudeza, conmovedora.
El personaje protagonista es un retrato demoledor (en la línea de los de Pasolini o hasta Fassbinder) de un ser humano en búsqueda constante de dar y recibir amor. Y acaba logrando una radiografía emocionada y emocionante (que duele) sobre la bondad de un ser humano cargado de miedos, herido profundamente (siempre levantándose una y otra vez) en su intimidad, pero anhelante en la búsqueda de la libertad.
Película atmosférica que se atreve a poner voz y mirada a la identidad de género o sexual. La cámara lo hace con vitalidad y palpita en cada secuencia. El resultado es un melodrama obscuro, impetuoso y hasta violento que sorprende por su lucidez, irradiación y profundidad en una primera película de un director que debuta con poderosísima fuerza.
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