(Reino Unido, 2011), de Steve McQueen
Todos somos, de alguna manera, el protagonista de esta película. Igual no somos adictos al sexo como él, pero su vacío existencial es el nuestro y la insatisfacción imperecedera que sufre este personaje nos retrata a la perfección (nos guste o no y, seguramente, nos incomode descubrirlo o ponerlo en conciencia. Pero así está el mundo y así vive el hombre del siglo XXI: somos entes mecánicos que sobrevivimos como fantasmas). También tenemos aquí al personaje de la hermana: ella también somos nosotros en esa necesidad de ser abrazados (un consuelo que buscamos con anhelo de variadas maneras: o bien a través de las redes capturando y contando likes, o bien buceando en los alrededores de nuestra realidad cotidiana). Que estamos solos, desasosegadamente solos, es lo que narra, con frialdad calculada y con un bisturí inteligentísimo en sutilezas, esta triste (pero no menos hermosa) película repleta de magia.
Es una apuesta cinematográfica valiente. El envoltorio (su estética) es un alarde de fotografía gris azulada acorde con las emociones que retrata. Desde la imagen física captada con esos colores ya el director nos está narrando los depósitos gélidos de un ser humano atrapado en sus sótanos inconfesables y la puesta en escena ayuda muchísimo aquí dentro a captar y radiografiar ese cerebro confundido entre lo que quiere y lo que desea. El Nueva York de fondo aporta la densidad pegajosa de eso que parece que brilla, pero que no lo hace en realidad. El mundo no es el que vemos, nos dice el director, el mundo de hoy es pura fragilidad, añade en cada escena. Así que la cámara sigue, casi obsesivamente, los primeros planos del protagonista: un hombre que nos atrae desde su atractivo físico, pero que, al mismo tiempo, nos produce desazón e inquietud o hasta rechazo.
La película no sería la que es sin su actor protagonista ni su actriz secundaria. Lo que hace aquí el magnético y glorioso Fassbender es una de esas interpretaciones que el espectador va a recordar toda la vida: consigue que le veamos el alma a su personaje. Impactan los planos de su rostro, que pasan de la belleza a lo monstruoso del vacío existencial con apenas unos matices faciales que el actor logra con asombrosa sutileza. Hay desgarro, un dolor insoportable en la mirada y en el rostro que nos interpreta Fassbender. Brandon, su personaje, no sonríe, pero su vergüenza y su aislamiento las vemos en cada plano. Y a su lado, a trocitos en escenas bellísimas y tan tristes, está una Carey Mulligan sublime: vaya personaje nos regala también ella, que sólo necesita pocos minutos (claves, eso sí) para contarnos tanto y tanto sobre nosotros mismos. Inolvidables ya dos secuencias: una, cuando canta “New York, New York”; la otra, cuando se acerca a su hermano, frente a la pantalla de la tele que ofrece dibujos animados (cuánto dice esto, por cierto) y le pide que le dé un abrazo. UF. UF. UF.
Cuidado: es un error ver esta película sólo como una historia sobre la adicción sexual. Sería una visión cómoda y evasiva de nuestra conciencia cuando la película nos está gritando tantas cosas mientras su discurso psicológico nos expone cómo son nuestros frágiles equilibrios emocionales y lo que nos pasa, por culpa de ellos, en nuestro presente inmediato. Porque la actualidad misma nos convierte en estas criaturas tan quebradizas.
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