Anoten: es una serie que no les dejará indiferente y que no van a olvidar nunca. Y apunten también: aquí dentro está el Lars Von Trier de “ROMPIENDO LAS OLAS”, el Ken Loach de sus mejores retratos de los desfavorecidos y, sumemos también, el cine de los hermanos Dardenne (cualquier película de ellos me vale). Y el resultado es este puñetazo gigantesco en las retinas y en el estómago del espectador. No se corta en mostrar el desgarro de las entrañas de unos personajes que sobreviven milagrosamente a los infiernos que les han tocado en el reparto al nacer.
La dirección (incuestionable) de Shane Meadows no se pone cortapisas y no le preocupa el exceso, de alturas sorprendentes, ni tiene miedo al posible batacazo de caer en lo grotesco: atención a esos 25 minutos finales, que son…¡ufffffff!... de una intensidad que parece que sobrepasa el colmo de los colmos, pero que nunca dejan de ser necesarios ni perecen en el ridículo. Aquí es una catarsis del pesimismo y de la crudeza, necesaria y pertinente. Y tan justificada como comprensiva con los personajes.
Shane Meadows sólo necesita 4 horas para contar la gran tragedia de la clase obrera. Y no precisa meterse con las instituciones o la política: la realidad que muestra es suficientemente clara y no recurre a connotaciones ni a moralinas. Y la cámara se dedica a jugar (y aquí está su gran baza) con los géneros: del thriller psicológico al drama familiar, pasando por el policiaco rural (sin policías de por medio, conste).
Todo el tinglado trágico no se sostendría sin el trabajo de un grupo de actores estratosféricos, con un inmenso Stephen Graham a la cabeza y en todos los planos. Duele en el alma ver cómo se ha metido en la piel de ese hombre perdido en buscar la respuesta a la única pregunta que le importa: ¿por qué me hace tanto daño estar todavía vivo?
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