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  • salva-robles

"THÉRÈSE RAQUIN", de Émile Zola


AÑO:1867

PÁGINAS: 285

GÉNERO: novela


Esta fue la tercera novela que escribió el creador del Naturalismo allá por la segunda mitad del siglo XIX. Tercera…y ya tenemos a un autor en pleno dominio de sus facultades narrativas, sabiendo qué quiere contar y, sobre todo, cómo lo quiere contar y para qué. Si alguien me pidiera que con una sola palabra yo definiera esta obra, no sería una palabra lo que me saldría, sería una onomatopeya: “¡UFFFF…!”.

Pocas veces he sentido tanta angustia leyendo un libro. Pocas veces una novela me ha llevado en varios momentos (y toda la parte final es así) a los abismos de mis aguantes estomacales tras la ansiedad, desasosiego, impaciencia e inquietud que sus páginas me provocan. Hay que cerrar el libro muchas veces y descansar en la respiración. Y luego seguir porque, pese a todo, quieres seguir.

Las novelas de adulterio se pusieron de moda durante el Realismo del XIX (ahí están las inmortales “Madame Bovary”, “Anna Karenina”, “La Regenta”, “Fortunata y Jacinta”, “El primo Basilio”, “Effie Briest”…) y a mí me resulta muy curioso que esta “THÉRÈSE RAQUIN” de Zola no esté entre las más conocidas y leídas de esa época. Es menos ambiciosa (su número de páginas así lo refleja), pero no menos espectacular que las mencionadas. La diferencia entre aquellas y la de Zola está en que el mundo que retratan (con sus claroscuros tan esplendorosamente radiografiados) es el mismo, pero en el autor francés hay una insistencia protagónica en dibujar más el interior que el exterior de los personajes o de lo que les ronda alrededor. Es decir, aquí lo psicológico y, sobre todo, lo fisiológico priman sobre todo lo demás. Son OTRO protagonista más e invaden todos los hilos narrativos: espacio (casi reducido a la casa de los Raquin: una metáfora de la cárcel psicológica de los personajes), narrador (¡cómo relata la locura y la culpa!), descripciones (la psique humana y sus meandros más repulsivos, mugrientos y desagradables) y diálogos (que desnudan más a los interlocutores por lo que ocultan que por lo que realmente dicen).

La novela debió ser un escándalo: no se corta en describir con autenticidad cómo somos los seres humanos y a qué somos capaces de llegar cuando los bajos instintos nos (des)controlan. Y hay detallismo en la representación de lo dramático, cierta “obscenidad” necesaria para mostrar un estado de las cosas (aquí llamémosle “pecado” y “enajenación” o simple y llanamente: el ser humano como animal).

Hay en esta historia dos personajes centrales (Thérése y Laurent). Ambos tienen entidad propia y funcionan a la perfección como piezas de relojería para que el autor compruebe en ellos y a través de ellos lo que se ha propuesto manifestar: la sociedad está enferma y los síntomas de esa enfermedad están claros y son evidentes. Los dos personajes están radiografiados con tal escrupulosidad que, finalmente, no son nada más (y nada menos) que fantasmas putrefactos. Los demás personajes cumplen también una función: ser espejos. Y algunos de ellos son igual de memorables que los protagonistas: madame Raquin (tía de Thérèse) es un logro narrativo por cómo se la desnuda con leves y certeras pinceladas; o Camille (el primo y después esposo de Thérèse), otra pieza más de perfecto engranaje por la que no sabes si sentir compasión o rechazo.

Pues eso: un gustazo de esos que la literatura (considerada ya como universal) deja para el resto de los tiempos. Y un Zola al que abría que reivindicar más porque está exactamente a la misma altura que cualquiera de los grandes de la segunda mitad del siglo XIX.

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