Sin duda, una de las grandes películas del año. Inspirada obra que parece sencilla en su complejidad expositiva. Dura e intransigente a la hora de mostrar al espectador una verdad conmovedora, terrible e inevitable. Su tema central es la vejez y, como ya hizo Haneke en la monumental “AMOUR”, aquí Gaspar Noé da un paso más (que no parecía posible tras la de Haneke) y nos muestra lo más crudo de hacerse viejo en la que a mí me parece su película más personal y redonda, aunque se aleje de sus alaracas visuales, psicodélicas y hasta esperpénticas, pero sin dejar de ser crudo, directo y hasta yo diría que controvertido.
La apuesta visual se decanta por dos circunstancias: la primera es que la pantalla aparece partida, dividida en dos partes iguales que muestran en tiempo real y en contraposición la vida de la pareja protagonista y donde cada recuadro parece una diapositiva; y la segunda es su morosidad estudiadísima, una lentitud que no es más que el retrato directo y fiel del día a día rutinario de los últimos días de los dos personajes centrales. Pese a esta dilación narrativa, a mí la película (que dura 142 minutos) se me ha pasado casi en un suspiro (eso sí, todo el rato con la respiración entrecortada y angustiado de ver en la pantalla eso en lo que posiblemente nos convirtamos todos al final de nuestros días).
Desde el comienzo, la película ya muestra sus intenciones: hay una canción entera visionada en videoclip y que es un clásico de la música francesa interpretado por Françoise Hardy y titulada “Mon amie la rose” (que habla claramente de lo efímero de la vida, metaforizado en esa rosa bella que se marchita inexorablemente). En este sentido y visto todo lo que viene después, la película de Gaspar Noé es una arrolladora y mortífera representación de la finitud y decrepitud de lo bello que debería ser vivir. Y enlaza con un tema que es siempre debatible y controvertido: sabemos que la cantante Françoise Hardy padece un cáncer terminal de faringe que le causa un horrible sufrimiento y que ha solicitado la eutanasia.
La película es toda ella una esplendorosa elegía (sí, pese a lo terrible que resulta lo que narra), tan incómoda como valiente en envoltorio y resultados. Pocas veces se ha visto de esta manera tan directa la decrepitud de la vida y se le agradece a su director esa sinceridad en mostrar lo que nos expone con ambición y codicia narrativas, además de entregarnos una obra de ejecución tan libre, anómala, especial y de tan largo alcance, eficacia y trascendencia en su manera de reflexionar de manera inclemente o despiadada (¿quién dice que la verdad no duele?).
Posdata: el trabajo de los dos actores protagonistas es extraordinario, sobre todo el más sobrecogedor de los dos, que es el que interpreta de manera inmensa la gran Françoise LeBrun (la inmortal actriz de aquella cumbre que fue en los años 70 la película "LA MAMÁ Y LA PUTA"), que nos deleita con un conmovedor trabajo inolvidable.
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